domingo, 31 de julio de 2011

SIESTA




Calor. Son las dos de la tarde y el cuarto está oscuro. Las persianas hacen sombras en las paredes blancas. El aire es denso y una mosca da vuelos rasantes y obstinados sobre los muebles. Busca la salida hacia la luz, tropieza una y mil veces para al final, quedar también amodorrada sobre la cabecera de la cama. Afuera, reverberan las palabras de los pocos que se atreven a salir, a unos espacios cegados por la luz. En la ventana, el geranio amarillo se despereza alebrestado por la visita del abejorro. Los comercios están cerrados; las santamarías descansan pesadas sobre el cemento. La ciudad está en toque de queda.


martes, 5 de julio de 2011

EL HORNO



Al día siguiente de llegar a vivir al apartamento de casada, le tocaron la puerta. Era la vecina de enfrente, una alemana grande y desgarbada que le traía un oloroso pan redondo con una moneda en el centro. Le explico que en Alemania era la forma acostumbrada de dar la bienvenida a los nuevos vecinos. El pan olía a lo que huele siempre el pan: a hogar. Este iba a ser el suyo por muchos años y la alemana, como una elefanta vieja y sabia, conocedora de caminos andados, así se lo dio a entender.

Pasadas las primeras semanas de poner en orden la vivienda, de acomodar ropa en los armarios, de vestir camas y de llenar espacios vacíos con matas, ella también prendió el horno. Y como en arte de magia el apartamento se hizo hogar.
Con los años vinieron los hijos y el horno funcionaba casi a diario. Primero empezó a hacer tortas para los cumpleaños infantiles, suspiros, islas flotantes que navegaban en mares de natillas. Todas eran recetas mágicas, una suerte de alquimia se producía en ese espacio caliente y luminoso, al que nadie se podía acercar por que estaba prohibido, pero que todos merodeaban impacientes.




El calor lo trasformaba todo, la mezcla blanduzca y de apariencia dudosa, al poco tiempo aparecía sólida, de formas firmes y sugerentes. La espera para comerla se hacia infinita, como solo en la infancia se percibe el tiempo.
Después las manos hábiles de las matriarcas, clavaban velas enanas en las tortas que se apagaban con urgencia y cortaban pedazos de proporciones exactas.
El tiempo de los compromisos llego rápido, los pastichos para el novio de la niña, la polenta para los compromisos de trabajo. Se amplió el espectro de los sabores, con los agridulces, amargos y salados. La mesa brillaba al filo de los cuchillos y la hondura mansa de las cucharas.

El horno no paraba, de su profundidad caliente salía un surtido repertorio con el que se trataba de complacer los gustos y caprichos de todo el mundo. En ese ir y venir de días y noches, de meses y de años, solo la ausencia consecutiva de los hijos, hacia pensar que el tiempo pasaba y se agotaban las posibilidades de conocer otros mundos que según leía en las revistas dominicales, existían y habían existido siempre.




Últimamente se hablaba mucho de las mujeres que trabajaban como ejecutivas, directoras de marcas, académicas y una serie de profesiones que ostentaban cargos de mucha responsabilidad y altas remuneraciones. Producía vértigo asomarse a esas páginas tan osadas y enterarse de tantas cosas tan especiales.
El silencio y la calma del atardecer empezó a inquietarla.
Sus pensamientos acostumbrados a la programación diaria de tareas y oficios, vagaban sin rumbo como peces entre corales.

Sus manos empezaron a endurecerse por la falta de detergente. Las uñas crecían puntiagudas y fuertes. Todas estas trasformaciones ocurrieron casualmente cuando el horno un buen día dejó de funcionar. Llamaron al técnico y este dijo, que se había obstruido en algún lugar el conducto que suministraba el gas, y que su reparación, era más o menos costosa.
Decidieron que más adelante se arreglaría, y quedó para guardar sartenes de todos los tamaños y usos. Su puerta de metal y vidrio empezó a chirriar con el sonido de lo abandonado.
Un día por una mezcla de curiosidad y de aburrimiento, empezó a acercarse al rincón donde estaba la mesa con la computadora, tan usada por sus hijos en otros tiempos. Cuando la prendió, el gris oscuro de la pantalla paso a azul, su color favorito, el color del mar, de lo profundo e inasible y esto, le encantó.
Pensó que lo mejor seria dejarse llevar por las redes invisibles y navegar por mares ignotos. Sentada frente a él, vio los sucesivos cambios de gobierno en el país, el exilio de los amigos, la transformación de la ciudad en ciudadela cuando la invadieron los eternos enemigos.




Por medio de la pantalla azul, conoció a unos niños totalmente diferentes a ella, que la llamaban abuela con acento extranjero. Asombrada por los cambios que traían los nuevos tiempos,  pensó que en la historia de cada mujer, estaba escrita la historia de la humanidad, como eslabones de continuidad hacia otros tiempos venideros; que su sabiduría consistiría en enlazarlos con la soldadura firme de lo vivido.
Con el tiempo, volvió a leer cuentos de hadas, a soñar con príncipes y a guardar los dientes caídos debajo de la almohada, esperando quizás, la visita del ratón que de nuevo la sorprendería en la madrugada.

Imágenes de Monserrat Gudiol
Tomadas de Artelibre
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...