lunes, 30 de agosto de 2010

CITAS

El AMOR SIN ADMIRACIÓN SÓLO ES AMISTAD.

Aurore Dupin, George Sand (1804-1876), escritora francesa

EL AMOR CONSISTE EN DOS SOLEDADES QUE SE PROTEGEN, LIMITAN Y PROCURAN HACERSE  MUTUAMENTE FELICES.

Acrílico de Elena Candel
Rainer Maria Rilke (1875-1926)                                             

SI AMAS, PERDONA; SI NO AMAS OLVIDA.

Viki Baum ( 1888-1960), escritora austríaca

viernes, 27 de agosto de 2010

LAS VENTANAS

Fotografía de Francesc Catalá Roca - Gran Vía Años 50
Cuando recuerdo la casa familiar, de mi infancia, busco en mi archivo personal de códigos y vivencias y me doy cuenta de que las imágenes que se formaron permanecen inalteradas, como ese polvo fino, obstinado, que se posaba en los muebles, y que mi madre, más obstinada aún, trataba de desaparecerlo siempre. La casa familiar estaba situada a las afueras de un Madrid que crecía sin remedio, al igual que mis hermanos varones. Eran viviendas para funcionarios del Estado, hechas por un gobierno que hacía sentir a diario que habían sido los vencedores de una guerra fratricida y salvaje que había costado un millón de muertos. De hecho, todos los habitantes del barrio se volvieron apolíticos de la noche a la mañana para poder ocuparlas. Cada familia había guardado en una caja sus inclinaciones y pensamientos políticos y la habían escondido al final del armario, junto a otros secretos familiares. La vivienda era lo que se llamaba por entonces exterior; es decir, tenía algunas ventanas que daban a la calle y otras a un patio interior. Los sonidos y las vistas de las unas y las otras eran totalmente diferentes, como diferentes los mundos a los que se asomaban. Las ventanas eran los puntos de enfoque por los que percibíamos otras cotidianidades, por ellas discurría otra vida a la que no teníamos acceso, sólo un mirar calmo y silencioso nos unía a los demás seres con los que compartíamos unos espacios y un tiempo. Hacia adentro estaban los puntos de referencia que nos comparaban a los unos con los otros; costumbres familiares, imaginería, microcosmos.

Las ventanas, como las mujeres, pertenecen al género femenino, especie de metáfora del querer ser, querer estar más allá de lo que nos es permitido; punto de partida hacia los extramuros de nosotras mismas.

La casa tenía un patio interior sombreado y grande, comunicaba a tres edificios, de cuatro pisos cada uno, de dos viviendas por piso. Los espacios que se asomaban a este patio eran los más emblemáticos de la casa: la cocina, una sala y el baño; suerte de entrañas de la vivienda. Los olores y las conversaciones como denominaciones de origen de cada grupo familiar eran del conocimiento de los vecinos. Por la resonancia del lugar nos enteramos del embarazo prohibido y oculto de Adela, hija mayor de la muy devota familia González; de la trifulcas conyugales de los del tercero B; de la soledad forzosa de doña Concha, chismosa oficial, personaje triste y emblemático de cualquier vecindad. Las ventanas de esa fachada eran de madera destartalada, la pintura hacía tiempo que había huido de ellas, buscando otros horizontes. Por ahí se escapaban los perfumados olores de los días festivos, las paellas de los domingos, el asado de nochebuena, los caldos calientes para las noches frías de invierno y, como un aglutinante inevitable el olor de la olla donde hervían los eucaliptos para los bronquios de mi madre.

Las ventanas de la fachada eran otra cosa, otro mundo aparecía ante ellas; tenían un pretil donde nos apoyábamos en las noches de verano buscando lo que todavía no se nos había perdido. Algunas tenían geranios en macetas de barro; otras canarios amarillos que cantaban cuando les daba la gana. Las persianas de madera pintadas de verde filtraban el calor de la tarde proyectando figuras en la pared con las que nosotros, niños aún, fantaseábamos en las obligadas siestas.

La ventana era la frontera entre el mundo interior, que se desarrollaba en el espacio cuadrado y restringido de la vivienda, y el exterior, que no tenía más límites que la imaginación. Como frontera dividía nuestro mundo: lo familiar y conocido y lo extraño e inexplorado. También como frontera los ponía en contacto, acercándolos, mezclando sus elementos.

Con el tiempo los marcos de las ventanas se fueron sustituyendo, la madera de pino que se expandía con la humedad y se achicaba con el frío, como si tuvieran vida propia, se cambiaron por el aluminio frío e inmutable. Las persianas antes horizontales en armonía con la perspectiva y el paisaje, se hicieron verticales, encerrando la mirada en el interior de los espacios. De todas maneras ya había menos tiempo para dedicar a la contemplación, por que el tiempo se empezaba a percibir como la vorágine de la que no hay retorno

Balcones y ventanas compartieron siempre el privilegio de iluminar, de mostrar caminos nuevos, de abrirse a otros mundos, permitiendo soñar a todos los que a través de ellos se asomaban. Yo admiraba los balcones con jardineras y sofás de hierro, las reuniones familiares y vecinales que se hacían en ellos cuando la calle reverberaba en gritos, en olores ácidos, y una nube de polvo ascendía y nos conectaba a todos.

Pero un día, y como en un pacto, comenzaron las migraciones. Los más soñadores se embarcaban para América, el continente joven, inexplorado laboralmente, del que todo el mundo hablaba en el barrio. Los salarios que permitían ahorrar para que al poco tiempo se pudiera reclamar a la familia; la abundancia de comida y, el nilón, que se convertía en medias sin costuras, que junto a otros adelantos casi mágicos, eran sólidos reclamos para el español de los 50.

La Europa que progresaba con lo que luego se llamó el capitalismo salvaje, seducía a los más pragmáticos. Alemania, Inglaterra y Francia abrían sus fronteras de idiomas extraños y costumbres no tan católicas, para seducir a unos y asustar a otros.

Así, mi grupo familiar también se dividió. Mis hermanos varones fueron a Caracas, y mis hermanas a Londres. Barcos y trenes transportaron nostalgias y esperanzas. Mi percepción del tiempo que hasta entonces había sido lineal, se volvió rizomático. Los recuerdos vagaron confundidos entre olores y sabores ajenos. La potente luz del trópico disolvió las otras luces, sus ramajes envolventes nos alcanzaron a todos, confundiendo identidades, al mismo tiempo que profundizaba las raíces primarias.

Después, el paso del tiempo y los acontecimientos hicieron que recogiera la mirada y la proyectara hacia el interior de lo que me circundaba. La curiosidad propia de la infancia se agudizó y empecé a escudriñar el mundo íntimo que mostraban esos pequeños recuadros iluminados con diferentes intensidades de luz. Mis ojos se abrieron a otro tipo de realidades, la imaginación me contaba historias que componía con lo que lograba ver a través de las cortinas o de las persianas a medio cerrar; pequeñas historias del día a día, familiares, vulgares, dolorosas y gloriosas, que convivían en apenas unos metros cuadrados y que se guardaban celosamente de las miradas ajenas.

Empecé a escribir anotando impresiones, a maravillarme con las lecturas a veces autodidactas y otras recomendadas por los mayores. La biblioteca de la casa compuesta por los volúmenes que habían quedado de una antigua librería familiar, se me abrieron felices. Allí estaban los libros de pensamiento político de mi padre, los de historia de mi madre y entre sus hojas, la dedicatoria que le hiciera su profesor, el dramaturgo Alejandro Casona, guardado como reliquia de sus años de estudiante. Santa Teresa de Jesús, Sor Juana Inés de la Cruz, Lope de Vega, Calderón, José Zorrilla, y Campoamor eran algunos de los favoritos de mi madre. Monárquica de corazón y católica a ultranza, nos leía las vidas Santa Isabel de Hungría, San Isidoro de Sevilla; de los primeros cristianos perseguidos por los últimos emperadores romanos. Mitad héroes, mitad villanos, eran personajes legendarios con los que se incendiaba nuestra imaginación, ya de por si calenturienta.

Unos libros que siempre llamaban mi curiosidad y la de mis hermanos eran los de anatomía. Atlas del cuerpo humano, diseccionados en capas que mostraban a todo color y con lujo de detalles los órganos internos del cuerpo humano, imágenes que hubieran hecho las delicias de un estudiante de medicina, pero a nosotros, lo que nos interesaba era ver los cuerpos desnudos del hombre y la mujer, y sobre todo, buscar sus diferencias. Los mayores cuchicheaban en voz baja y se atragantaban con sus propias risas, los pequeños, abríamos los ojos de par en par, maravillados ante tanta realidad.

Los diccionarios eran un mundo aparte, a mi me recordaban a los cubitos maggi que se usaban en la casa, concentrados de saber que servían para todo, sacaban de apuros, y por si solos, eran intragables.

Con todos ellos fui creando mi memoria histórica, mi carácter, y mis futuras inclinaciones; abriendo espacios por los que visualizaba el mundo exterior.

Adjetivos, pronombres, adverbios, interjecciones, lugares comunes, metáforas, paréntesis, comillas y puntos suspensivos, desde entonces cobraron todo el significado que encierran los signos y los símbolos, suerte de pequeñas ventanas que comunican pensamientos y emociones, y que a diferencia de las otras, muestran mucho más de lo que guardan.
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